En la película Después
de tantos años, la más o menos secuela de El desencanto, Michi Panero dice algo así como “en esta vida se
puede ser todo menos coñazo”. No puedo estar más de acuerdo con esta sentencia.
Porque hay cosas que dependen más o menos de ti, ser feo o guapo, ser divertido
o no, elegante, sincero, traidor, leal o una rata de alcantarilla. Yo creo que
todos tenemos un papel (o varios) en la vida y hasta los malos tienen su
espacio. Pero si eres un pelmazo y no hay quien te aguante, tienes un verdadero
problema.
Con el paso del tiempo mi capacidad de análisis crítico con
respecto a los libros también ha acabado deteniéndose en el volumen de las lecturas,
en el peso del libro, en la capacidad de algunos autores de generar páginas
como si fueras huevos de gallina (y ellos fueran gallinas, claro). Los
escritores coñazo, para entendernos. Los Ken Follet de la vida. Y de esos hay
unos cuantos, que parece que si no generan libros de más de 600 páginas no se
quedan a gusto. Vamos a ver, por favor.
Me sobran razones para creer en la doble virtud de la
síntesis. Primero, porque creo que es parte del talento literario, contar más
en menos espacio, ser capaz de elegir bien las palabras, el punto de vista
narrativo, la estructura de lo contado… Si no cuidas estas cosas, contarás lo
mismo, pero necesitarás muchas más páginas. Y segundo, por el valor del tiempo
del que lee, que oye, la vida es finita y no nos podemos pasar la vida de tocho
en tocho (asumo que este criterio no es muy literario, pero es lo que hay).
Hoy os voy a hablar de tres maravillas, tres tesoros
literarios que me han acompañado en estas vísperas de julio y me han alegrado el
poco tiempo libre disponible. Ejemplos perfectos de menos de 150 páginas que
confirman lo que antes exponía, que en esta vida, si puedes, intenta no ser un
coñazo.
Tengo miedo torero, Pedro Lemebel. 208 páginas.
Aviso, este ya es mi libro favorito de 2021, escrito en 2001
y recuperada por Las Afueras en 2021. Contar la dictadura de Pinochet sin
contarla en realidad, a través de los ojos de un hombre que se enamora de otro,
y en paralelo (que forma tan brillante de establecer paralelismos, por cierto)
una mirada íntima al matrimonio Pinochet, en un monólogo de la esposa al marido
que además de dictador es marido. Dicen que Lemebel hizo más para causa homosexual
en Latinoamérica que toda la política voluntariosa de décadas. Y le ha quedado
una de las historias de amor más bellas y menos artificiosas que este lector ha
leído nunca. Las dictaduras son leyes, represiones y miedo, pero también son
una banda sonora, un silencio y la imposibilidad de decirle a quien quieres que
le quieres. Obra maestra con un solo pero, que Pedro Lemebel ya no está vivo (murió
en 2015) y no podemos agradecerle este regalo de obra.
Siete casas vacías, Samanta Schweblin. 128 páginas.
Tremendo libro de relatos, siete, como las casas del título,
que se quedó en el maletero del coche de un amigo durante tres años y el
reencuentro postpandémico me lo traído de vuelta. Terrores cotidianos, piezas
que no encajan, costumbres que nos descolocan, traumas no resueltos. Samanta
Schweblin se mueve con soltura en el relato corto, pero paradójicamente el
relato que brilla sobre el resto es el más largo, La respiración cavernaria, una obra maestra que podría haberse
publicado sola, una nouvelle de altísima factura que saca petróleo de una
historia aparentemente sencilla: una pareja aparentemente normal donde ella
quiere morir. Y unos nuevos vecinos cuya aparición lo cambia todo. Y todo
empieza así:
«La lista era
parte de un plan: Lola sospechaba que su vida había sido demasiado larga, tan
simple y liviana que ahora carecía del peso suficiente para desaparecer. Había
concluido, al analizar la experiencia de algunos conocidos, que incluso en la
vejez la muerte necesitaba de un golpe final. Un empujón emocional, o físico. Y
ella no podía darle a su cuerpo nada de eso. Quería morirse, pero todas las
mañanas, inevitablemente, volvía a despertarse».
Relatos para llevarse al mar o a la montaña, a la piscina o la
cueva donde pasas escondido julio y agosto.
La última noche, James Salter. 160 páginas.
Si tuviera que elegir un libro para recomendar llevarse de vacaciones sería este, sin duda. Me gustaría tener una librería solo para decirle a los desorientados: “¿No has leído a James Salter? Pues llévate La última noche. Invita la casa”.
Salter es un maestro, y sus relatos nos describen a
nosotros, o más concretamente a nuestros yo inconfesables. Si dicen que
deberíamos intentar comportarnos como lo que nos gustaría ser, los personajes
de Salter son lo que intentando serlo, puede que nos acabemos equivocando. Nadie
como él ha dibujado con tanta precisión y sin artificios la madurez, las
relaciones sociales y el paso del tiempo. Diez obras maestras, breves pero
profundas como un hondo abismo. Leed a Salter, porque yo ya no sé cómo decirlo.
Felices vacaciones, y por vuestro bien, huid de los pelmazos.
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