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Me voy a Cuenca

Quizá hable demasiado de la película Todo es mentira, menor pero de culto, que he visto una decena de veces y que vería otras cien veces más. El protagonista, Pablo (Coque Malla), vive en Madrid y la vida podría irle mejor. Cuando las cosas se le tuercen, se marcha a Cuenca, con la familia. “Me voy a Cuenca”, y allí todo recuperaba su sentido. Todos necesitamos una Cuenca en nuestra vida. A veces es un lugar, pero también puede ser un amigo, un sitio al que pasear, una canción o un lego. Y también libros. Libros Cuenca que me recuerdan quién soy.

Aquí están libros como cuestas de Cuenca, como Casas Colgantes, como la gran Plaza Mayor de Cuenca:

Los años extraordinarios, Rodrigo Cortés.

La repercusión que está teniendo la novela de Rodrigo Cortés es, haciendo honor al título, extraordinaria. Y solo puedo sumarme al entusiasmo de crítica y público porque la novela es un gran homenaje a la mejor novela sin aparentes pretensiones, aunque llegue muy lejos en su recorrido y en el impacto causado. Rodrigo Cortés es un tipo con un talento extraordinario, sus películas lo muestran, escucharle es siempre un placer. El único riesgo de la novela es que abrume tanta brillantez, tanto derroche de imaginación y excelencia. La historia de Jaime Fanjul es la historia del siglo XX en España, pero esta España no es nuestra España, al menos en apariencia, porque la España de Fanjul (y de Cortés), con mar en Salamanca, con un consenso de alternancia entre monarquía y república, o con una guerra civil de toda España contra Alicante me gusta más (y casi nos describe mejor) que la España real. Y es que puede realidad esté a menudo sobrevalorada. No quiero decir que en una buena parte del libro he sentido la presencia de García Márquez y de Valle Inclán, porque compararse no suele beneficiar a aquellos que se postulan solos. Me quito el sombrero, Rodrigo.

Amigos para siempre, Daniel Ruiz.

Un grupo de amigos se reúne para celebrar el cincuenta cumpleaños de uno de ellos. Una fiesta de reencuentros y llena de expectación. Nada puede salir mal, aunque ellos y ellas sean distintos, y esa diferencia se haya acentuado con el paso del tiempo: trayectorias profesionales dispares, éxitos personales más o menos discretos, pequeñas y grandes decepciones, pero nada, a priori que amenace al esperado encuentro. Pero un pequeño accidente, una decisión desafortunada, una palabra mal colocada y fuera de contexto, acaban por dinamitar un equilibrio que no se rompe porque en realidad pudo no haber existido nunca. Esta novela es una bomba donde Daniel Ruiz desmonta sin apenas esfuerzo a la generación del estado del bienestar, la que ha vivido en democracia, la que no sabría entender la vida sin las conquistas sociales, económicas y morales que otros lograron para nosotros, y entre la que me cuesta no incluirme. Yo ya no sé qué decir de Daniel Ruiz, autor que solo sabe escribir novelas formidables y que ya ha buceado en algunas de las cloacas más reconocibles de tiempo que vivimos: la de la política, la del éxito laboral y sus reversos oscuros, la de los márgenes de la sociedad y ahora la que más nos duele, donde nos podemos ver reflejados cualquiera de nosotros, la de nosotros mismos y nuestras propias contradicciones. No puedo dejar de recomendar a Daniel Ruiz.

Tolo lo que hay, James Salter.

Philip Bowman vuelve a su casa tras participar en la Segunda Guerra Mundial. Es el héroe que vuelve, el ciudadano que tiene que encontrar de nuevo su encaje en el mundo que dejó en suspenso antes de ir a la guerra, y que descubre que este no solo no le ha esperado, sino que él tampoco es el que fue, sino otra cosa que debe descubrir, porque de otro modo pueden aparecer abismos impredecibles.

Esta historia me la han contado más veces, muchas en el cine (El cazador, Los mejores años de nuestra vida, Nacido el cuatro de julio, Apocalypse Now), y también en la literatura (Centauros del desierto – qué libro y qué película - , El arte de volar).

Se trata de la necesidad de adaptación a lo que cambia sin pedirte permiso, y donde la guerra representa la gran metáfora (la más fácil de entender) pero puede extrapolarse a otras realidades, la deportiva, la puramente personal, y por supuesto la laboral, donde saber entender cómo cambia nuestro entorno y saber cambiar con él (o saber cambiarlo) suele ser la clave del éxito, entendiendo el éxito como meta de realización personal, de crecimiento, de suma global dentro y fuera de las fronteras puramente profesionales.

Muchas de estas historias utilizan de forma recurrente los silencios, las miradas sin explicación, los traumas no exteriorizados y por ello (precisamente por ello) no resueltos. Y esto me recuerda a que las grandes hazañas, los liderazgos más ejemplares, son muchas veces no explícitos, no evidentes. Se lidera, muchas veces, sin palabras.

Leo por primera vez a Salter sin explicarme todavía por qué no lo había leído antes, y sin entender por qué no forma parte del trono de grandes narradores estadounidenses en el que cohabitan entre otros Philip Roth, Johnatan Franzen o Richard Ford. Y llego a la conclusión de que sí pertenece a este selecto grupo pero yo no lo sabía. Un imprescindible que debe formar parte de lecturas imprescindibles para lectores que solo entienden la literatura de ficción como la mejor forma de llegar a las grandes verdades y a las grandes preguntas sobre lo que nos rodea.


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