Hace
cuatro años (cómo pasa el tiempo) traíamos al blog a Noelia Pena y su libro El agua que falta (el último libro de la
era Bértolo de Caballo de Troya), una obra que nos invitaba a pensar en una
autora plena de futuro. No hay mejor confirmación a estas expectativas que el
libro que nos ha acompañado en los últimos días, su último libro, La vida de las estrellas, que publica la
editorial La oveja roja.
Cuando
hablamos de literatura necesaria lo hacemos de aquella que desde la ficción
(aunque no solo desde ella) afronta asuntos que nos conmueven (o deberían), nos
incomodan (y no deberían), y lo más importante, tienen la virtud de poder
hacernos cambiar. Porque solo con el conocimiento de realidades diferentes a la
nuestra aparece la oportunidad de modificar la visión de las mismas, la
superación de prejuicios y fantasmas propios. Ahí está la fuerza de la
literatura. Una novela es grande en función de su capacidad de cambiar la
realidad de sus lectores, o lo que es lo mismo, de la realidad de estos.
¿De qué
nos habla La vida de las estrellas? Vamos
por partes…
En
primer lugar la enfermedad mental, nuestro aún (parece mentira) gran tabú. Una
mujer, desde su encierro en una institución médica, nos cuenta cómo es su vida,
la relación con su hijo y con su marido, sin profundizar tanto en las causas de
la enfermedad como en las consecuencias de la misma. La depresión como estigma,
como enfermedad permanentemente cuestionada, agravada precisamente por ese
motivo. La enfermedad mental como injusta colectivización de un conjunto de
individualidades que merecen espacio propio. Es fascinante el retrato y la
simbología que utiliza la autora para
mostrarnos el aislamiento y la incomprensión. Los espacios cerrados, el orden
de los muebles, las ventanas cerradas. El “dentro” y el “fuera”.
Pero si
esta primera parte ya justifica (sobradamente) el planteamiento y el relato, la
segunda aparece como bofetada contundente a la primera. Los orígenes de la
enfermedad, las causas endémicas que la generan, o al menos que la desencadenan
hacia espacios de mayor gravedad. Porque, como sucede con la protagonista, la
incomprensión llega mucho antes que la enfermedad. En este caso lo vemos a
través de su matrimonio, de su situación laboral, incapaces de comprender y de
aceptar los cambios, las situaciones inherentes a su condición de ser mujer
(maternidad, derechos obtenidos con más esfuerzo, y por tanto, con más
sufrimiento y sacrificio), y finalmente el coste final, la aparición de una
enfermedad que lejos de entenderse solo sirve para que se justifique lo
anterior, como si el enfermo fuese el que tuviera que justificarse por su
enfermedad.
Y por
fin, la ventana a través de la que se ve la luz. Porque a veces las huidas son
espacios donde se respira mejor y donde una (y uno) descubre que la vida está
llena de verdes praderas. Una amiga, un hijo, otra ciudad… pero sobre todo una
misma. Ahí está la solución a la liberación del yugo opresor. De unas manos
patriarcales que aprietan (y ahogan) y de un cuello que incomprensiblemente ve
el ahogamiento como una única realidad posible.
Lectura
sobrecogedora, comprometida, de alto riesgo. Porque escribir, amigos, es una
práctica de alto riesgo que nos expone cuando escribimos, pero también cuando
leemos. Y por eso lo tenemos que hacer (leer o escribir) desde los espacios más
incómodos que conozcamos, desde nuestras menos firmes convicciones. Desde
aquello remotos lugares que creemos más alejados de la (nuestra) verdad pero en
los que podemos descubrir otras verdades. Las de otros.
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