J. J. M.
Veiga pertenece en cierto modo a la historia de niundiasinlibro. Hemos seguido
una parte importante de su carrera con la lectura de sus libros desde que le conocimos
con El reflejo dorado (2015), más
tarde con Cuando el destino nos alcanceel maíz seguirá creciendo (2016) y ahora con su nueva novela, La apatía de los idiotas.
En
primer lugar, permitidme la reflexión. El trazado literario de Veiga puede ser
un fiel reflejo de la clase media literaria actual, en la que publicar es en sí
un logro (ni hablamos de vender). Tres libros en tres editoriales distintas: El
primero en Sankara, el segundo en Bandaaparte y el tercero en Distrito 93. Mi
reconocimiento a este tipo de editoriales que depositan su confianza en autores
que “solo” venden por la calidad de lo que escriben (qué paradoja, ¿verdad?),
pero sobretodo a los autores que dedican una buena parte de su tiempo a
defender su trabajo, a reivindicarse de editorial en editorial (son sus propios
agentes) y a los que la justicia en forma de reconocimiento en el sector les
llega (si les llega) tarde. Conozco ya a unos cuantos escritores que como Veiga
forman parte del imprescindible tejido cultural de este país, y soy consciente
del esfuerzo que les supone publicar. Sirva esta instrucción para poner en
valor su trabajo y lanzarles el mensaje de que merece la pena haerlo.
Como
pasó en las otras dos ocasiones, Veiga no nos sorprende, y lo hace
sorprendiéndonos de nuevo. Un nuevo giro de género: nos encontramos ante una
novela policiaca pura donde un crimen por resolver sacude a una pequeña localidad
gallega. Recordemos que el autor había dado muestras de sobrada solvencia en el
género de la fantasía/ciencia ficción (El
reflejo..) y en el género negro/road movie (Cuando el destino…).
Aquí
noto un giro hacia una propuesta de género más pura, más clásica quizás. La
muerte de un habitante de este pueblo mientras trabajaba pintando la fachada de
un hotel desencadena una investigación en la que se tratará de dilucidar si se
trata de un accidente, un suicidio o un asesinato. La responsable de la
investigación es Laura Vidal, una antigua habitante de Portolara (el pueblo
donde sucede todo). Después de años lejos de allí, vuelve para liderar la
investigación del caso, aunque la vuelta supone para ella mucho más que eso:
lugares recordados, antiguas relaciones, hechos en su momento no relevantes que
ahora sí lo son… El pasado, una vez más protagonista y desencadenante de
acontecimientos.
A
partir de ahí la trama despliega a un conjunto de personajes que basculan entre
la sospecha de que todos saben más de lo que dicen. Las amistades, las
relaciones no visibles, los hechos al margen de la ley (el narcotráfico irrumpe
como elemento disruptor en una trama aparentemente plana en cuanto a las
motivaciones de los personajes) son parte de una novela con un marcado carácter teatral, ya
que el escenario es casi único (yo al menos me he imaginado una calle donde
sucede casi todo) y los personajes entran y salen de él como si de una obra
dramática se tratara.
Me
gusta el ritmo de la novela, pausado pero sin subtramas gratuitas (recurso del
que se abusa en este género) igual que me gusta mucho también cómo el autor
dibuja de manera precisa a Laura, la protagonista. También me encanta que el
otro gran protagonista sea el propio muerto: todos los personajes restantes son
secundarios al servicio del fallecido, y esa es una virtud de la narración que
requiere de cierto talento (no puedo evitar establecer ciertos paralelismos con
La soga, la enorme película de
Hitchcock, la mejor de las menores, sin duda).
Una buena novela (de nuevo) de un autor honesto y de oficio,
al que creo, la literatura le reserva un espacio de mayor relevancia en el
futuro. Desde aquí le animamos a que siga persiguiéndolo. De momento el camino
es el correcto.
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