El periodista David Jiménez ha escrito una suerte de
memorias donde relata sus meses como director del diario El Mundo.
Presuntamente desvela grandes secretos de la profesión, hasta ahora –
presuntamente – ocultos para el resto del mundo, incluido él, al que lo
descubierto indigna y asquea de tal modo que no tiene más remedio que escribir
este libro y contárselo al mundo (o a quien quiera leerlo, que no es
exactamente lo mismo).
A ver David, una cosa, con el mayor de los respetos. No me
lo creo. Que no supieras de las presiones, del trato amable a los que financian
los diarios, a las intromisiones del poder, a las injusticias laborales (en el
periódico, como en la vida), a los grupos internos de poder (los veteranos, los
inmovilistas, los eternos aspirantes). Hombre David, a lo mejor te lo perdiste
durante tu larga etapa internacional como corresponsal, pero es que esto pasa
hasta en el periódico local de mi pueblo.
Y más allá del ejercicio de fingida (bajo mi humilde punto
de vista) ingenuidad, está lo que de verdad importa: que está muy feo escribir
algo así, tan revanchista, tan vengativo, tan despiadado. Porque El director es en ese sentido una
ordinariez. Porque pone nombre y apellidos (utiliza en la mayoría de los casos
pseudónimos pero es muy fácil deducir quién está detrás) para contar lo que en
su mayor parte no dejan de ser batallitas laborales similares a las que se dan
en cualquier empresa de cierto tamaño. Y no hay más. La diferencia es que
cuando te vas no las cuentas. Aunque podrías, pero no las cuentas, y menos las
publicas. Y menos todavía – y eso es lo peor – lo haces como si estuvieras
destapando el Watergate.
Solo me queda una duda tras lo leído. David, ¿te ha merecido
la pena?
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