Haruki Murakami representa para mi una etapa muy importante de mi vida como lector. Al igual que Paul Auster, Isaac Rosa o Belén Gopegui - por citar a los que me vienen a la cabeza - Murakami llegó en un momento en el que mi pasión por la lectura estaba en un momento bajo. Su literatura hizo recuperar mi entusiasmo por los libros, y aunque solo sea por eso, le debo tanto que la única forma de devolvérselo es volver a él siempre que tengo ocasión, y he de reconocer que en el blog no le he dedicado el tiempo merecido (tan solo he reseñado su libro de relatos El elefante desaparece) Hoy os hablo de La muerte del comendador. Libro 1, su más reciente publicación.
El planteamiento de la historia es sencillo. Un pintor en plena crisis personal se recluye en una casa retirada del mundanal ruido, propiedad del padre de un amigo, también pintor. Allí reflexiona, recuerda, analiza, tanto su pasado como su presente y su futuro.
En cuanto a su pasado, varias cosas aún sin cerrar giran en torno a él: su evolución artística como pintor, una hermana que muere con solo doce años, la relación con su mujer (con la que se encuentra en pleno proceso de divorcio). El pasado aún latente por la estrecha conexión con su presente: la de su propia relación ahora rota y el paralelismo con la relación con su hermana (¿buscaba en su relación de pareja la prolongación de la relación con su hermana, rota por la tragedia, y esa puede ser la causa del fracaso?), la búsqueda de un sentido artístico perdido (ahora es un autor de retratos por encargo y ha dejado a un lado cualquier sentido creativo de su obra).
Y por su puesto su futuro, el que construye en la trama presente, el que en realidad parece congelado por su decisión de retiro autoimpuesto. En la casa en la que está recluido suceden algunos hechos que sacan al protagonista de lo que parecía una previsible rutina.
En primer lugar, la aparición de un vecino misterioso, que contacta con él para que le haga un retrato, encargo que acepta a regañadientes pero que le supone un reencuentro con el lado artístico perdido. La relación entre ambos se convierte en un apasionante proceso de confesiones y conocimiento mutuo. La aparición en la trama de la hija del vecino, y el retrato de esta (de nuevo un retrato) nos adentra en una subtrama de caminos aún por descubrir.
Por otro lado, el conocimiento progresivo que hace del propietario de la casa (célebre pintor ya en la etapa final de su vida, del que solo sabemos por el relato del protagonista. Su pasión por la música clásica, la ausencia de cuadros en las habitaciones, lo que sabe de él explorando su historia.
Y por último, en estrecha relación con el anterior, el descubrimiento de un misterioso cuadro, el que da título a la novela, del que irá descubriendo poco a poco parte de su significado, los enigmas que encierra y el motivo que llevó al autor (el propietario de la casa) a dibujarlo.
Además, otros enigmas salpican a la historia y a estos tres hechos principales: una campanilla que suena en medio de la noche, un extraño agujero en medio del bosque, un personaje salido del cuadro que cobra vida (en la mente del autor... o no).
La trama, narrada en primera persona por el protagonista, nos transporta temporalmente del pasado al presente, en un estadio mental en el que la casa y el refugio que representa para el pintor es un fiel reflejo del purgatorio al que a veces nos somete la vida después de que nos haya ocurrido algo traumático: algo importante está por pasar pero no sabemos qué.
Como en otras novelas de Murakami, la música es un elemento trascendental. En este caso, la ópera inunda todo lo que sucede en la casa y es inevitable descubrir junto al relato parte de las obras que aparecen en el libro. Especial mención para el acto de la ópera Don Giovanni, de Mozart, La muerte del comendador, sobre la que gira el grueso de la trama.
Leer a Murakami es hipnótico y es difícil no caer en sus redes. Su talento es innegable, y su capacidad para transportarnos a lugares y tramas verosímiles, además salpicadas de elementos fantásticos en perfecta sintonía, es deslumbrante. No es casualidad que en numerosas ocasiones se le haya comparado con Paul Auster o con algunos de los autores latinoamericanos del bendito realismo mágico, que tantas alegrías literarias nos ha dado.
El libro ha supuesto para mi un reencuentro con el mejor Murakami, o al menos al mejor Murakami que yo recuerdo. Puedes leer La muerte del comendador como si de un thriller se tratara, o como una novela de autor donde se trata de reflejar a un ser humano enfrentado a una crisis vital, o incluso como una novela con elementos de fantasía. Puedes leerlo también como todo lo anterior, o incluso como nada de lo antes descrito, sino como una experiencia única que permite ser vivida (o leída) con plena intensidad.
Por último, y sin desmerecer todo lo dicho antes, hay algo que no me ha gustado, y no es el hecho en sí de que haya una segunda parte (la obra está dividida en dos volúmenes, este y un segundo y último que acaba de publicarse), sino que no encuentro un final digno y narrativamente coherente a esta primera parte. Al finalizar el libro he tenido la sensación de que la obra completa se ha partido en dos sin pensar claramente en un cierre digno para la primera parte. Desconozco si el origen de los dos libros fue una decisión del autor o es una decisión editorial posterior. A falta de confirmarlo con la lectura de la segunda parte, tengo la sensación de que un libro único (aunque hubiera supuesto publicar un volumen de mil páginas) hubiera sido una decisión mejor.
En cualquier caso, y sin duda, una recomendación perfecta para iniciar el año, que sugiero perfecta para adentrar a un lector perezoso (o que, como yo en su momento, se encontraba en un momento de crisis lectora). Tokio Blues, Kafka en la orilla o Crónica del pájaro que da cuerda al mundo son sin duda grandes oportunidades para iniciarse en Murakami. Ahora se le suma La muerte del comendador.
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