Comencé
este libro convencida de que me iba a gustar. Hacía unos meses había leído los
relatos de Margaret Drabble en “Un día en la vida de una mujer sonriente” y
había encontrado algunos de ellos realmente espectaculares. Además, la edición
corría a cargo de Sexto piso, que tras “Apegos feroces” había pasado a estar
mucho más presente en mis revisiones de novedades mensuales. No sé si porque ya
estaba influenciada o no, pero este libro me ha subyugado completamente.
«La vejez sí es un tema para el
heroísmo. Requiere mucho valor», dice Francesca Stubbs, la protagonista de esta
novela. Fran pasa de los setenta, aunque goza de salud y autonomía, y a pesar
de que hace tiempo que debería estar jubilada, trabaja gustosa para una
institución benéfica que ofrece asistencia a ancianos que deben afrontar toda
clase de penurias. Las personas que la rodean –su amiga Josephine, su exmarido
Claude...– se ven abocadas a luchar por salvaguardar la dignidad en el último
tramo de su existencia, una existencia que, más que disfrutarse, se sobrelleva
en un carrusel de achaques y limitaciones de todo tipo. Así las cosas,
Fran será una suerte de Virgilio –un Virgilio cercano, enamorado de los
pequeños placeres de la vida– que guiar al lector por los infiernos, a
menudo convertidos en un tabú, de la vejez. Porque uno diría que el
tabú definitivo es la vejez, antes incluso que la muerte: la fragilidad y
el irremediable declive, la vergüenza que se deriva de ello, y ese educado
olvido al que son relegadas las personas mayores por una sociedad en la que ya
no encajan.
Cierto es
lo que comentan en el resumen del libro. La vejez no es un tema que nos
interese a muchos lectores. Mucho menos si eres joven. Sea porque vemos muy
lejano ese momento o porque no queramos enfrentarlo, no es el más atractivo. Sin
embargo los personajes que desarrolla la autora hacen que nos metamos
completamente en la historia.
Empezamos
con la protagonista, Francesca Stubbs. Una persona que entrando en la vejez se
niega a los estándares de su edad. Sigue viajando largos periodos debido a su
trabajo, que precisamente consiste en revisar complejos o residencias
destinadas a la tercera edad. A su alrededor comienzan a notarse los estragos
de la edad en sus coetáneos, Josephine, Teresa, Claude, todos ellos comienzan a
resentirse mientras ella no quiere enfrentarse a su propio momento vital. Como
dijo Quevedo: “Todos deseamos llegar a viejos y todos negamos que hayamos
llegado”. Así, se va convirtiendo en el apoyo de todos esos seres queridos pero
a la vez sufriendo su propia soledad.
Si ella
nos guía a través de sus encuentros y actúa de testigo indirecto en la vida de
varios personajes en Reino Unido, su hijo Christofer hace lo mismo en un
entorno más paradisiaco, en la isla de Lanzarote. Allí conocemos a un viejo
escritor hispanista que vive desde hace años en un pequeño paraíso junto a su
pareja. La historia de Josephine en Inglaterra y la de Lanzarote son las que
más me calaron en la novela. Las grandes preocupaciones en la vejez vienen de
la mano de esta pareja, con el añadido de ser homosexuales y no tener claras la
legalidad en las sucesiones, el sacrificio de uno de ellos por el trabajo del
otro, la vida en un país diferente al tuyo…Una historia profunda y enorme que
me habría gustado ver ampliada. Hay libros que te dejan con ganas de conocer
más a los personajes y éste es uno de ellos.
Viajamos
de Lanzarote al Reino Unido entre capítulos, y siempre con la tensión sobre
nosotros de la vejez. Parece que la muerte nos esperase tras cada esquina sólo
por el hecho de presentarnos personajes en la tercera edad. Además la amenaza
de un volcán activo se cierne sobre el libro, conectando también a los personajes
de una isla con la otra. Sin embargo tan sólo es una metáfora sobre la
necesidad de vivir con esa sensación de inestabilidad que da la vejez, de no
saber cuántos días disfrutarás por delante.
Aun así el
libro no deja un regusto amargo, sino más bien de resistencia. Mientras sigamos
teniendo historias que contarnos y vida por disfrutar, siempre tendremos un
motivo para seguir adelante. Aunque sea con la amenaza constante del final. Un
libro estupendo de una autora ya consolidada entre los mejores de su generación
que se disfruta enormemente aunque nos plantee las preguntas más difíciles de
la humanidad. Para finalizar utilizo otra cita, esta vez de
Sófocles: “Los que en realidad aman la vida son aquellos que están envejeciendo”.
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