La literatura del dolor, aquella que representa acontecimientos
tristes y en la que los autores son narradores y protagonistas, es especialmente
controvertida o más bien prohibitiva por almas sensibles. Solo es concebible
desde la absoluta empatía por parte del lector, o la generosidad de este para
asumir dicho dolor como propio o al menos para tener la voluntad de
comprenderlo.
De las muchas formas literarias que adquiere estas
manifestaciones del dolor propio algunas han estado presentes en nuestras lecturas
para el blog: Eduárd Levé, con Suicidio
y Autorretrato, o El comensal, de Gabriela Ybarra son un
buen ejemplo de ello.
En esta ocasión nos hemos acercado a una de las primeras
obras de Sergio del Molino, La hora
violeta, la primera publicada por Random House, que a la postre supuso el
despegue de una carrera de rotundo éxito confirmado con su reciente La España vacía y la novedad de hace solo
unas semanas La mirada de los peces.
La obra de Del Molino tiene como incuestionable influencia su condición de periodista, que impregna sus obras de esas dosis de verdad que nos atraen como lectores. A veces (exceptuando los casos explícitos como el de La España vacía) no es fácil distinguir el ensayo de la ficción (aunque hay mucho más de lo primero que de lo segundo) en la obra del autor zaragozano, pero La hora violeta es una maravillosa y dolorosa excepción.
La hora violeta es la crónica de la enfermedad del hijo de Sergio, al que diagnostican leucemia cuando todavía no ha cumplido dos años. El autor nos cuenta con asombrosa franqueza todo lo que rodea a él, a su pareja y a su hijo desde que la enfermedad aparece en sus vidas hasta el fatal desenlace.
El libro se lee con dolor, con asombro, pero con asombrosa entereza, porque el escritor (protagonista o actor secundario, según se mire) nos mira de frente y se abre en canal sin dejarse nada dentro. No os puedo describir qué grado de empatía he llegado a alcanzar leyendo esta historia de amor profundo por un hijo. Supongo que mi condición de padre hace inevitable las obligadas pausas y las lágrimas, pero también (y eso es también maravilloso) la manera que Sergio tiene de enseñarnos que no hay forma de amor más puro que el de un padre a un hijo cuando solo necesita tus abrazos (ni siquiera tu consuelo).
La literatura también salva vidas. Y quizás esta ha sido la principal función del libro, una necesidad vital del autor para seguir agarrado a la vida después de un hecho del que parece tan difícil salir. Esta literatura de salvación que le conecta con un libro que leyó de joven y que tuvo que releer para entender en su totalidad, Mortal y rosa, otro libro sobre el poder sanador de la literatura, otro libro de pérdidas infinitas, la de Francisco Umbral y su hijo.
Solo puedo dar las gracias a Sergio del Molino por este acto de infinita ternura y generosidad. Por este trozo de literatura para la eternidad donde desaparecen las formas cuidadas para dejar sitio al corazón. Porque la gran literatura solo se escribe desde ahí, desde las entrañas, desde el único sitio donde todo – también la literatura – se convierte en verdad.
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