Llevo
toda mi vida queriendo aprender a hacer surf. Pero oye, no será mi sino porque
nunca me decido a ello o sufro algún problema de salud por mi cuerpo que me lo
impide. Lo que no me impide nada es disfrutar leyendo sobre él y Años salvajes
me ha permitido ahondar mucho más en este tema. Pero no os preocupéis, si no os
atrae el surf, hay muchísimas otras razones por las que este libro merece la
pena.
Años salvajes nos habla de una
obsesión, la de William Finnegan con el surf. Finnegan comenzó a hacer surf de
pequeño en Hawái y California. En los años setenta, tras finalizar sus estudios
universitarios, su pasión le llevó a dejarlo todo y emprender un viaje
iniciático por Samoa, Indonesia, Fiyi, Java, Australia y Sudáfrica.
Este precario y singular viaje,
por tierras cada vez más salvajes, y en el que varias veces estuvo al borde la
muerte, terminó llevándolo de vuelta a su país, donde se convertiría en un
reconocido escritor y corresponsal de guerra. En Estados Unidos, pese a su
nuevo trabajo, su pasión por las olas se mantiene intacta: continúa su búsqueda
de la ola perfecta- la más grande, la más rápida, la más peligrosa- en San
Francisco, la Costa Este o Madeira. Una búsqueda incesante que es, también, la
del sentido de su existencia.
En
el verano de 1992, apareció en The New Yorker un extenso
artículo en dos partes, escrito por William Finnegan, que fue reconocido de
inmediato como una obra maestra. El relato hablaba de olas, de tablas y de
corrientes de agua pero también de una forma de vida, de un observador de
costumbres, todo ello relatado de forma analítica por un periodista consumado.
Años
después, por fin se decidió a compartir su afición en esta novela.
Con ella ganó el Pullizter, y la aclamación entre público y crítica.
Desde
el final de su infancia, el surf ayudó a Finnegan a hacerse un sitio en el
mundo. Cuando se tuvo que mudar con su familia a Hawai, este deporte que en
aquel momento era muy local, le permitió relacionarse con todo tipo de clases
sociales, le permitió saltarse las normas sociales del instituto del típico
niño blanco y compartir una pasión común con los hawaianos.
Más
tarde le llevó alrededor del mundo, huyendo del surf como fenómeno global que
saturaba las playas de California. Como muchos surferos, viajó a sitios
exóticos, pobres y vírgenes en busca de esa vida del surfista asceta y
solitario. Es ahí donde empiezan los conflictos entre la vida que lleva y sus
orígenes, donde debe aceptar un cambio en su rumbo y su vida le lleva a una
familia y una carrera periodística. Si la parte sobre la niñez era ingenua e
ilusionante, esta parte es la más profunda. Es la que todos debemos pasar en
algún momento de nuestras vidas, la decisiva. Es aquí donde entiendes que el libro no va del surf, sino de la vida.
A
pesar de ese cambio personal, en su búsqueda de la ola perfecta, la encuentra. Revives con él
ese momento, imaginas a su lado el descubrimiento como si fuera cualquier
tesoro arqueológico o ciéntifico. Finalmente en la isla de Fiji se encuentra la
ola más simétrica y uniforme que había conocido nunca. Actualmente esa ola es
famosa en el mundo entero, uno de los refugios de surfistas más explotados,
pero el autor retorna tras los años pasados y vuelve a sentir la misma emoción
al cabalgarla de nuevo. Un sentimiento que traspasa al lector totalmente.
Es
un libro que te invita a soñar con vidas no vividas. ¿Se puede pedir algo más a
la lectura? Ya sólo con eso merece la pena. Para los que nos gusta vivir de
manera errante pero sólo a través de la ficción, Años salvajes es estupendo.
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