Después de leer La trabajadora, la hermosa y perturbadora última novela de Elvira Navarro, me ha sido inevitable reflexionar acerca del sentido que la literatura tiene para mí.
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Portada de La Trabajadora |
Si tengo que describir lo que significa para mí la buena literatura (o la Literatura sin más, aquella que merece esa denominación con mayúsculas), lo haría como aquella en la que el autor entrega parte de sí mismo para depositarlo en su obra. Se trata de un acto que supone un sacrificio, no siempre (aunque muchas veces) doloroso, que impregna a su creación de parte de sí mismo. La obra adquiere por tanto la forma del autor, y se convierte una vez consumada en una parte indisoluble del escritor: la obra no puede entenderse sin el autor como tampoco el autor puede interpretarse completo sin el apéndice que supone a partir de ese momento su obra para él.
En realidad creo que esta forma de interiorizar una obra es válida para cualquier acto de creación, ya que toda manifestación creativa supone una entrega y por tanto una forma de destrucción (algo deja de ser para convertirse en otra cosa).
No me es difícil encontrar ejemplos inequívocos de esta manera de entender la literatura: Es imposible leer Crimen y Castigo sin adivinar la dolorosa conciencia que su autor ha depositado en la obra, El Quijote es Don Quijote pero también es Cervantes y nada más que Cervantes - y es fácil imaginar que la obra no es más que la traslación de todos los fantasmas del escritor en su novela, Delibes es Los Santos inocentes o Las Ratas, o buscando el reverso positivo de esta mirada, Cien años de soledad contiene la belleza y el color de la mirada de García Márquez.
¿Dónde no encuentro estas huellas de gran literatura? Pues, y pido perdón por adelantado, donde no encuentro las marcas del autor en las páginas de un libro, donde las palabras suenan huecas, mudas y vacías. Donde, en definitiva, no consigo ver ningún acto generoso de entrega y sacrificio. Porque la magia de un lenguaje bello, de una historia que te eleva o de una relación cómplice entre escritor y lector sólo nace de ese acto único y nunca repetible que supone escribir una novela ajena al paso del tiempo y las modas. Y no encuentro todo esto en Carlos Ruiz Zafón, en mi paisana María Dueñas, en Pérez Reverte, en Ken Follet, en Dan Brown o en las miles de sombras tenebrosas de Gray. Ya pedí perdón al principio: esto, señores, no es literatura.
Y que quede claro, no estoy excluyendo de la condición de Literatura a las novelas concebidas para el más puro entretenimiento. Porque no estoy hablando de entretener (como si las grandes novelas no tuvieran esa virtud) ya que también encuentro esas huellas de las que hablaba antes en grandes novelas de entretenimiento (hablaremos despacio de ellas algún día).
Como tengo la sensación de haberme ido por las ramas, recupero la novela de Elvira Navarro.
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Elvira Navarro
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La trabajadora nos cuenta la historia de Elisa, cuyos ojos observan con inquietud perturbadora a su compañera de piso, de la que poco sabe, o de la que le gustaría conocer mucho más. A través de Elisa la autora adentra al lector en el complejo mundo de la enfermedad mental. No como estigma, no desde la distancia, tampoco desde la cercanía obscena e incómoda. La enfermedad como freno añadido a la difícil supervivencia en nuestro mundo actual, a través de un paisaje urbano, triste y contemporáneo. La ciudad se nos presenta también a través de los ojos de Elisa: Madrid, ciudad fronteriza de sí misma. Así, la locura adquiere con la ciudad tonos metafóricos: la ciudad que nunca termina, recorrida a pie, o en autobuses con escalas interminables, recorridos circulares y obsesivos, nostalgia de antiguos paisajes que se adivinan a través de sus ruinas.
Contar una historia a través de la relación de su protagonista con la ciudad y sus recorridos puede parecer frío pero es paradójicamente cercano y sobrecogedor. Nos hace reflexionar sobre lo cerca que nos encontramos los unos de los otros, nos permite intuir las redes invisibles que nos unen.
Como decía al principio, Elisa sabe poco de su compañera de piso, poco de su presente, casi nada de su futuro. No nos hace falta porque nosotros - los lectores - sí conocemos su historia desde el principio. También es una historia gris, protagonizada por un trastorno mental. Dos historias que se unen y que conforman un espejo con dos caras, que sólo devuelve el reflejo del lado desde el que se mira.
Elvira Navarro consigue atrapar al lector en una historia sobre la vida en la que los personajes - como en la vida - destilan una realidad áspera e imperfecta, algo tan alejado normalmente de las novelas, donde los protagonistas se ven despojados de complejidades que puedan incomodar al lector. No es difícil imaginar lo que ha supuesto escribir esta novela a la autora: el dolor se transmite y se comparte a través de las palabras.
Novelas como La trabajadora nos hacen mantener la esperanza por un futuro literario prometedor. Tan necesario como urgente. Puedo afirmar que este blog está siendo testigo de ese futuro que ya se adivina en el presente. Rafael Chirbes, Sara Mesa, Isaac Rosa, Belén Gopegui, Marta Sanz, Pablo Gutiérrez. Elvira Navarro. Novelas que respiran, que nos remueven y que nos conciencian. Y sí, por supuesto, también nos entretienen. Por eso nos entusiasman y las ubicamos en los lugares más apreciados de nuestras estanterías.
Nunca me había parado a pensarlo, porque entre los autores que mencionas al principio hay alguno que sí me ha entretenido muchísimo. Pero está claro que no tienen nada que ver con Chirbes, o Rosa, por ejemplo. Quizás la pretensión es distinta, el objetivo también. Gran reflexión en esta entrada.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. La reflexión, después de todo, es muy personal. Las experiencias lectoras son muy personales. Y todas son válidas!
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